lunes, 8 de diciembre de 2008

Sólo una lágrima

Había algo así como un pacto tácito entre ellos, una relación especial, un vínculo fuerte, aunque no todos lo advirtieran. Todas las tardes se juntaban en un café, Gancia de por medio, maní, sólo a veces unas papas de copetín y salame. Cuando los mozos del bar los veían cruzar la calle, a los tres, con ese andar tan envidiable, le pegaban una repasadita más a la mesa del fondo, la única pegada a la pared, para que quedase impecable. Antes de cruzar la puerta de entrada, Osvaldo, el hombre detrás de la barra, ya marchaba los tres Gancias y de vez en cuando picoteaba una papa frita, un salamincito. Eran hombres de poco hablar pero siempre saludaban cordialmente, a los mozos, a Osvaldo, a los demás clientes. Incluso apenas si intercambiaban algunas palabras entre ellos cada tanto.
Había algo así como un pacto tácito. Ni siquiera un código, o en todo caso un código por omisión.

Los tres ocupaban aquella mesa desde la apertura de aquel café, y desde ese entonces nadie recuerda no haberlos visto merendar su Gancia cada tarde en el mismo rincón. Aunque, sin embargo, Osvaldo siempre relata la misma anécdota a lo largo de todos estos años. Cuenta que un día los vio ingresar como de costumbre, vio cómo se quitaban sus sombreros negros en cuanto pisaban el café, cómo acomodaban sus sacos en los respaldos de las sillas, cómo sus corbatas esperaban ser servidas siempre prolijas sobre las camisas blancas. Ese día, uno de los tres le pidió
“por favor, Osvaldo, sírvame sólo una lágrima, sólo por hoy, sólo una lágrima”.
La suspensión del Gancia cotidiano lo perturbó un poco, le infundió sospechas. No preguntó nada, por supuesto, jamás hubiera sido tan grosero. Preparó la lágrima y uno de los mozos la alcanzó hasta la mesa, junto con los otros dos tragos que ya habían sido preparados.

Nadie se enteró nunca de la razón de aquel cambio inaudito, nadie preguntó, tampoco los otros dos amigos que ocupaban la mesa ese día. Los mismos amigos de siempre, los mismos hombres que mantenían una amistad inamovible al paso del tiempo.
Uno podría suponer que aquellos amigos mantenían su privacidad al margen de la de sus amigos, por una cuestión de respeto, de nobleza. Ninguno osaba introducir sus problemas personales en las escuetas charlas que tomaban lugar cada tarde en ese café, ninguno deseaba sacrificar el momento afligiendo a los otros o presentando quejas sobre la mesa. No. Pero esto no significa que aquélla fuera, como alguno pensará, una amistad superficial, poco profunda o distante. No. De ninguna manera. La conexión que se daba entre los tres superaba cualquier prejuicio.
Había algo así como un pacto tácito entre ellos.

Otro día, el rostro algo pálido. Nadie lo notaría excepto sus dos compañeros. El rostro de uno de los amigos palidecía, aunque no habrían de pasar más que algunos minutos.
Uno podría suponer que ninguno hablaría aunque se estuviera derrumbando por dentro, aunque la vida fuera sólo una lágrima al salir de ese bar.
Uno podría suponer que ninguno jamás habló de sí mismo. Había respeto, un gran respeto mutuo.
El rostro pálido se desvaneció luego de una leve carcajada que haría sonreír a Osvaldo, detrás de la barra. Después, vaciar el resto del Gancia de un solo trago, levantarse, pagar y saludar cordialmente. Como siempre.

1 comentario:

María dijo...

pobre. a veces los problemas personales rompen los acuerdos tácitos entre las personas.

te amo gorchuelo.