martes, 27 de noviembre de 2007

Hoy se viene el mundo abajo

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Salió de su casa pasada la medianoche. Cargaba una guitarra sobre su hombro derecho mientras se acercaba a la parada del colectivo que nunca pasaría. Cinco minutos fueron suficientes para confirmar la constante ineficiencia del pronóstico meteorológico. “Ligeramente nublado por la tarde… se esperan mejoras para las últimas horas del día, sin precipitaciones…” Temió por la salud de su guitarra. Sin dudas la humedad se haría un festín con la afinación de cada cuerda. No le preocupó demasiado. Su amigo diapasón le estiraba un cordial 440 cada vez que catástrofes similares acaecían. Se refugió debajo de un modesto toldito que asomaba desde la entrada de un hotel alojamiento. Hizo una seña al conserje, a quien ya conocía, para evitar asumir el compromiso de entrar a solas y empapado como estaba. El sujeto lo reconoció y asintió comprensivo, consciente de los churr… de los chubascos que cada vez eran más intensos. “Y las precipitaciones, no, claro, en el culo me las meto, hijos de puta.” No podía pensar en otra cosa que en la cara de seguridad con que un fulano de traje y corbata le había vendido la noche amable y serena que no fue. Desprovisto de paraguas, no se arriesgaba a arrimarse al cordón para ver si llegaba el colectivo correspondiente. Se le hacía tarde y lo sabía muy bien. La lluvia empezó a ofrecer un espectáculo poco cotidiano. Luego de precipitarse desde todas las direcciones posibles, merced a la quisquillosa voluntad del viento, atacó la seguridad que le ofrecía el humilde toldito. “¿Pero qué carajo?”, pensó. Eso ya no era lluvia. Un remolino incomprensible parecía formarse, potenciado gracias a la innumerable variedad de porquerías que iba arrastrando del suelo. Botellas de plástico, retazos de diarios, panfletos de cualquier tipo posible, bolsas del hiper, del super y del chinomercado, ramas incrustadas en estas bolsas, hojas que se desprendían de estas ramas; en fin, todo un gran quilombo de cosas que se abalanzaba en tropel contra la entrada del hotel alojamiento. “La gente es sucia”, pensó, “la puta gente es sucia”. Dejó de pensar y buscó refugio en el interior del telo.

**

-Qué churrascos- comentó Tommy, el conserje, mirando perplejo el temporal que empezaba a tomar forma.
-Disculpá- respondió nuestro personaje, agitado- es que es esto, esta cosa… no sé, lluvia, viento, hoy se viene el mundo abajo…
-Es probable- dijo Tommy -pero no te preocupes demasiado…
-Lo que pasa es que… yo no quería entrar… vos me entendés…
-Perfectamente… no te preocupes, te digo. Es por tu voz, ¿no es así?
-Sí, es por mi voz…
-Además, sabés que no hay ningún problema.
-Sí, pero…
-¿Pero qué?
-Nada… hoy se viene el mundo abajo.
-¿En dónde te toca?
-Diagonal Pueyrredón entre Rivadavia y Belgrano.
-Uh, te la encargo… ¿Cómo vas a hacer para llegar?
-¿Cómo hago para llegar? Ni idea…
-Mirá que hoy se viene el mundo abajo…
-Es verdad… hoy se viene el mundo abajo y yo sin poder llegar…
-A ver… mirá, parece que está parando…
-Amaga… ¿no? Pasajera nomás…
-Pasajera la guacha. Ahí tenés, esquivando charcos llegás…
-El bondi no va a pasar nunca…
-No, ya lo sabés.
-Mejor esquivo charcos. Decís que llego, ¿no?
-Llegás.

***

Diagonal Pueyrredón entre Rivadavia y Belgrano. Llegó. Una y cuarto pasada la medianoche, o algo así. Infinita cantidad de charcos esquivados. Otros tantos, imposibles de eludir, dejaron su rastro en medias, calzado, dobladillo del pantalón y demás. Una puerta semiabierta daba paso a algo así como un bar en decadencia, un antro que la gente de la ciudad ya no solía frecuentar, adonde sólo se dirigían aquellas personalidades extravagantes de las que oímos hablar pero casi nunca nos cruzamos. Tipos raros, de mente retorcida, inadaptados sociales o acaso excluidos, incomprendidos en su mayoría. Hogar predilecto para todos estos bichos, que, al verse perturbados por el medio, se reúnen para practicar toda clase de actividades y ritos misteriosos. O al menos eso es lo que él imaginó al contemplar aquella puerta. Por encima de ésta, una marquesina pasada de moda intentaba funcionar, amenazando caer y romperse en pedazos. La humedad que cargaba y los monstruos que esperaba encontrar allí dentro le impedían franquear la entrada del pequeño y anticuado bar. Respiró profundo y al exhalar se propuso eliminar todo pensamiento perturbador. Volvió a respirar, cerró los ojos y, tenso, atravesó el umbral. Al volver a abrirlos, dejó escapar el aire más relajado: “podría ser peor”, pensó.

****

Todo parecía casi normal. Unas cuantas mesas dispuestas en orden algo caótico llenaban el pequeño bar. Un señor con el cabello anacrónicamente engominado lo miraba desde la barra, algo desconcertado. Luego de haberse decidido a poner pies en el antro, nuestro querido personaje pensó que estaba obligado a hablar, a presentarse, a decir quién era y para qué se encontraba allí. El señor de la cabellera petrificada se le adelantó.
-Buenas noches- dijo, solemne – Lo están esperando a usté, ¿no es así?
-¿A mí?- desconfió nuestro amigo – Soy el…
-Sí, es usté. Vamos, hombre, lo están esperando hace rato.
Miró a su derecha y sólo pudo ver a un viejo degustando un Gancia, acompañado de unos tristes maníes. Seguramente no esperaba a nadie, por su aspecto característico de viejo que no espera a nadie, que está solo, que está dispuesto a hacer gala de su mal humor en caso de que se presente la oportunidad. O quizás no. Quizás es ese otro tipo de viejo, el que sabe que está esperando a alguien que ya no vuelve, el que nos genera ternura con sólo reconocer su gorra a cuadros, el que tiene guardadas infinitas anécdotas para compartir, el que le sonríe a la nostalgia, que es la única que lo ayuda a terminarse el Gancia y el maní.
Miró a su izquierda, no eran tantos los monstruos como la extraña neblina que surgía desde ese costado. Acaso estuvieran asando un cordero, acaso sólo la combustión de la hierba. Lo cierto es que aquel vaho poderoso le impedía estudiar las facciones de aquellas criaturas. Tuvo que apartar la vista y dirigirse a lo que suponía ser escenario o espacio destinado a la expresión artística del antro, en sus momentos de mayor auge. Apoyó la guitarra cuidadosamente sobre una silla, controló el estado y volumen del micrófono, “prob…ejem…probando, probando, sí…”, extrajo algunas partituras estrujadas de dentro de su campera y olvidó que no sabía leerlas. Algo mareado por ese humo que parecía habérsele pegado, sacó la guitarra de la funda, se sentó en el banquito y la posó sobre su muslo derecho. Notó con asombro que su fiel encordado había resistido bastante bien la humedad, al punto que ni siquiera precisó consultar a Señor Diapasón.

*****

El repertorio fue bastante ajustado. En realidad, no pudo evitar que su voz sí sufriera las consecuencias de la inesperada tormenta. No debieron haber sido más de 5 canciones. Hay que reconocer que, sin embargo, acertó unos cuantos tonos. Otros tantos estuvieron cerca, y el 440 le salió 404.
Anunció el fin del show y apurado empezó a guardar todo. Los monstruos ya no estaban y al parecer el horrible vaho se había ido con ellos. El viejo sí estaba; bostezando, lo miraba desde su mesita. Aún no había podido con el Gancia y mientras tanto parecía haber envejecido otro cachito. Comenzó a aplaudir con entusiasmo. Ni idea qué tipo de viejo era.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Pueblo congelado


El frío le hacía tiritar todos sus miembros mientras se acurrucaba sobre el costado izquierdo de su cama. El abrigo nunca era suficiente, la escasez lo obligaba a dejar la estufa apagada durante la noche y la perena ya no abrigaba como antaño. Se levantó gimiendo la angustia de un invierno tan sombrío y monótono. “Si tan sólo nevara”, pensó. El frío sería el mismo (o quizás peor), el hambre acaso doliera un poco más, y la nieve lo quemaría. Pero nada de eso le importaba. Una pequeña radiecito lo humillaba con sus comentarios: “hoy, día histórico para gran parte del país… nieva en Córdoba, nieva en Pergamino, nieva en Lomas de Zamora, nieva en todo Gran Buenos Aires, sí, sí, señores, nieva hasta en nuestro estudio, jojojo… nieva en su baño también, señora… guarda que tal vez le nieve en la cocina…”.
Una lágrima se asomó por entre sus párpados, siguió su recorrido a través de su mejilla derecha y poco tiempo después se detuvo. Inmóvil, había quedado petrificada por el clima gélido de la habitación. La temperatura seguía bajando en aquel recoveco del país, pueblo sin nombre, acaso único lugar en el mundo donde no nevaba. Los árboles se engripaban, las calles patinaban, congeladas, y los perros, los gatos y las ratas de plaza reemplazaban a las estatuas que nunca existieron.
Hizo un intento por no desesperar y se abalanzó sobre su humilde ropero. Una idea comenzaba a colarse entre tanta angustia, idea que aún no lograba captar con claridad pero que de seguro le ofrecería el amparo que tanto precisaba. La radiecito seguía vociferando: “…89 años sin nieve en nuestra Buenos Aires… ¡¡¡89 años!!!”. Sin embargo, aquellos comentarios jocosos ya no lo deprimían, al contrario, lo alentaban a emprender aquel indicio de salvación, aquella idea iluminadora.
Salió del ropero irreconocible. Sólo unos pocos cabellos quedaban al descubierto, prontos a escarcharse. El resto se ocultaba bajo un disfraz de harapos innumerables. Cinco pulóveres apolillados lo cubrían en última instancia, seguidos de tres camisas, dos poleras, piyama y quién sabe qué más. Bufandas se enroscaban en su cuello y subían hasta su nariz, gorros le achicaban el cerebro y lo hacían sudar, cuatro pares de jeans resguardaban sus piernas y, para rematar, tres pantuflas le abrigaban los dedos de los pies (tardó tiempo considerable en decidir en cuál ubicaba la tercera). Así vestido, salió a la calle sin saber qué hacer ni adónde dirigirse. Simplemente vagó, con el presentimiento de que allí, pueblo congelado, no nevaría nunca.

jueves, 22 de noviembre de 2007

La noche en tus ojos


Parece que un suave y enorme esfumino
Del curvo horizonte borrara el confín.
(Rubén Darío)


-Vení, acercáte hasta acá, así lo podés ver…
-¿Dónde, dónde?
-Mirá, justo acá, te torcés un poquito y lo ves bien…
-Sí, sí, ahí está…
La noche estaba totalmente despejada y se te pegaba en los ojos como algo que lo abarca todo. Aun cuando los cerrabas o creías desviar la vista hacia el costado seguías teniendo la noche pegada en los ojos, el cielo granizado que se te estampaba, quieras o no. Sentimos que al acostarnos sobre la arena no nos quedaría más por hacer. Miraríamos ese cielo y esas estrellas que lo eran todo, y el mar sólo podría darnos la razón. Seríamos, de ahora en adelante, más inmortales que nunca. Pero estos momentos de gloria siempre duraban muy poco. En seguida venía una nube puta y a la mierda con todo.
Pero de ese día no me olvido más. El horizonte imperceptible se debatía con la cercanía del cielo, que parecía que lo terminaba aplastando para tragarse el océano. Y entonces me acuerdo que bien desde allá, quién sabe cuán lejos, se empieza a divisar una luz. Parecía un faro que se clavaba en medio del mar. La luz estaba inquieta, cambiaba de dirección, tintineaba, hasta que llegó a cambiar de color. Nos levantamos, quitándonos la arena que se nos metía en el culo, abrimos bien los ojos y adoptamos una postura estrictamente contemplativa. El suceso requería su debida concentración. En seguida, el cúmulo de estrellas inagotable que pendía de nuestras cabezas pasó a un segundo plano. Ahora toda la atención se dirigía a eso. Al barco. Al faro. A eso que no se terminaba de explicar, esas luces que deliraban sin sentido. De amarillo a verde, decían, de verde a amarillo otra vez para después cambiar a rojo y volver sin falta al amarillo que se intensificaba. Largo rato estuvimos meditando acerca de la naturaleza de _eso_ que no se dejaba encuadrar en nada que hayamos visto antes ni que podamos reconocer. El asunto nos empezó a hacer bostezar. Entonces volvimos a casa. Nuestra cabaña se instalaba en un médano elevado unos 20 metros sobre el mar. Era peculiar la vista que ofrecía nuestra casita. Detrás de ella, una especie de bosquecillo se abría paso entre el paisaje playístico y parecía hundirse en la arena. Por lo demás, no había nada. Volvimos hasta la entrada del médano, guiados por el fragmento de luna que se aparecía de vez en cuando. Reconocimos el olor a verano los dos al mismo tiempo: justo un paso y medio antes de alcanzar la puerta y el felpudo que improvisamos con un cacho de gato atropellado. El detalle, para algunos morboso, cobraba un significado honorable en nosotros, tanto que casi místico. Entramos y la oscuridad no nos sorprendió, porque siempre estaba oscuro ahí dentro. Una choza erigida en una montaña de arena, aislada, cubierta de penumbras la mayoría de las veces. ¿Y el último fósforo? Lo usé para prender el sahumerio que sigue consumiéndose frente al espejo. Ahí, tan cerca tuyo.
La noche seguiría oscura, los reflejos, inútiles, no llegarían ni a ser reflejos, y el sahumerio que me hace acordar tanto al olor de tu pelo. Después me decís tranquila:
-Qué gato pelotudo.