sábado, 24 de noviembre de 2007

Pueblo congelado


El frío le hacía tiritar todos sus miembros mientras se acurrucaba sobre el costado izquierdo de su cama. El abrigo nunca era suficiente, la escasez lo obligaba a dejar la estufa apagada durante la noche y la perena ya no abrigaba como antaño. Se levantó gimiendo la angustia de un invierno tan sombrío y monótono. “Si tan sólo nevara”, pensó. El frío sería el mismo (o quizás peor), el hambre acaso doliera un poco más, y la nieve lo quemaría. Pero nada de eso le importaba. Una pequeña radiecito lo humillaba con sus comentarios: “hoy, día histórico para gran parte del país… nieva en Córdoba, nieva en Pergamino, nieva en Lomas de Zamora, nieva en todo Gran Buenos Aires, sí, sí, señores, nieva hasta en nuestro estudio, jojojo… nieva en su baño también, señora… guarda que tal vez le nieve en la cocina…”.
Una lágrima se asomó por entre sus párpados, siguió su recorrido a través de su mejilla derecha y poco tiempo después se detuvo. Inmóvil, había quedado petrificada por el clima gélido de la habitación. La temperatura seguía bajando en aquel recoveco del país, pueblo sin nombre, acaso único lugar en el mundo donde no nevaba. Los árboles se engripaban, las calles patinaban, congeladas, y los perros, los gatos y las ratas de plaza reemplazaban a las estatuas que nunca existieron.
Hizo un intento por no desesperar y se abalanzó sobre su humilde ropero. Una idea comenzaba a colarse entre tanta angustia, idea que aún no lograba captar con claridad pero que de seguro le ofrecería el amparo que tanto precisaba. La radiecito seguía vociferando: “…89 años sin nieve en nuestra Buenos Aires… ¡¡¡89 años!!!”. Sin embargo, aquellos comentarios jocosos ya no lo deprimían, al contrario, lo alentaban a emprender aquel indicio de salvación, aquella idea iluminadora.
Salió del ropero irreconocible. Sólo unos pocos cabellos quedaban al descubierto, prontos a escarcharse. El resto se ocultaba bajo un disfraz de harapos innumerables. Cinco pulóveres apolillados lo cubrían en última instancia, seguidos de tres camisas, dos poleras, piyama y quién sabe qué más. Bufandas se enroscaban en su cuello y subían hasta su nariz, gorros le achicaban el cerebro y lo hacían sudar, cuatro pares de jeans resguardaban sus piernas y, para rematar, tres pantuflas le abrigaban los dedos de los pies (tardó tiempo considerable en decidir en cuál ubicaba la tercera). Así vestido, salió a la calle sin saber qué hacer ni adónde dirigirse. Simplemente vagó, con el presentimiento de que allí, pueblo congelado, no nevaría nunca.

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