miércoles, 26 de diciembre de 2007

Corrientes de mediodía

La tristeza que se suicida al caer de un


tercer piso.
El hombre que cruza la avenida
y desea que la tristeza se tire de un tercer piso.
La tristeza que suda, que no se decide y pide prórroga.
En el bar, un señor entra y sale,
confundido, sin saber por qué.
Una chica camina tres canciones por la avenida,
dobla un tango a la izquierda,
atraviesa el parque volando
y se queda dormida en una plaza.

Hay un momento del día, casi imperceptible, en el que la gente que veo caminar por la calle pierde su nombre y lo vuelve a encontrar no muy lejos, dentro de una zanja y casi ahogado.

Un joven tacha en un cuaderno
y mira por la ventana, suspirando.
En el bar sigo. Lo puedo ver desde mi mesa.
Hay migas en mi plato
y la botella de gaseosa llora sus últimas gotas.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Un farol menos

En esta oportunidad, la calma de la ciudad fue perturbada ya entrada la noche. Bien entrada, esto serían las tres y cuarenta y dos minutos. Ramy debía ser alertado cuanto antes. Darse el lujo de esperar la mañana hubiese sido un crimen aun más atroz. Entonces, podría decirse que de aquí partimos:
Gracias a una feliz causalidad, Ramy se encontraba despierto desde las 3 y 15. Uno de sus cobayos había sufrido un paro cardiovascular y el llanto de sus compañeros despertó a nuestro detective. Bien sabemos que Ramiro nunca lo hubiera dejado ir. Amaba a Roque, y luego de golpearle fuertemente su esternón unas cuatro veces pudo devolverle toda su vitalidad.
En el grato momento en que Ramy y sus amados celebraban emocionados el retorno del amigo, sonó el timbre rana ubicado a un lado de la puerta. El festejo eufórico se disipó súbitamente. Los cobayos se miraron los unos a los otros y luego huyeron detrás de Ramy. Éste dio un paso hacia la puerta, vaciló un poco luego de espiar por el agujerito, quitó el cerrojo y abrió.
-Oficial Ramiro Röcobasch, mis más sentidas disculpas debo ofrecer por osar tocar su puerta a las 4 y 18 de la madrugada. Pero, sabrá entender, razones tengo para llevar a cabo semejante atrevimiento.
-¿De qué se trata?
-Calle X, entre Pulóver y Bufanda. Debo conducirlo hacia allí inmediatamente.
-De acuerdo. Bancá, en cinco estoy.
Ramy cerró la puerta, se sacó el piyama y fue hasta el armario. Luego volvió de uniforme, besó a cada uno de sus amigos y abandonó la pensión.
Casi a las 5 de la mañana, Ramy llegó a una esquina iluminada por un solo poste de luz. Su acompañante lo guiaba. Luego le señaló una casa monstruosa y comentó:
-¿Ve aquella mansión? Está abandonada desde hace quince veranos. Cada año parece que se va a venir abajo, pero nunca pasa nada. De vez en cuando se cae alguna fila de tejas o estalla algún vidrio, nada más. Ahora, ¿ve la casita contigua? Ahí es adonde debo dirigirlo, oficial.
Caminaron unos metros desde la esquina. A medida que avanzaban, la poca luz que manaba de lo alto del poste se hacía más escasa. Un pasillo corto separaba la mansión abandonada de un departamento de 4 pisos y conducía hacia una pequeña casa.
-Mis disculpas, oficial -dijo el educado sujeto-, pero debo marchar. Tengo órdenes precisas de no ingresar a la casa.
-¿Qué se supone que es esto? -repuso Ramy.
-Yo no estoy en condiciones de facilitarle su labor. Ingrese, adentro encontrará a un agente de la Regional, él lo asesorará.
-Listo, macanudo.
-Mucha suerte, oficial Röcobasch.
-Gracias, flaco. Cuidáte.
Ramy observó cómo su acompañante escapaba fuera del pasillo. No volvió la vista hacia la casa hasta que aquel hombre subió a su demacrado Peugeot 404, encendió el motor y desapareció. Antes de decidirse a entrar, oyó cómo reventaba el farol del poste de luz (el único poste que funcionaba en 15 cuadras de calle X). El foco cayó ya destrozado sobre la zanja que criaba el cordón y la oscuridad se tornó obscena.
Sin vacilar Ramy empujó la puerta, que estaba algo entornada, y entró silbando. Adentro no se veía nada. Por un segundo reflexionó acerca de su situación: “¿Qué carajo hago acá?”, pensó, “no veo una mierda y el tufo que hay en esta cueva me está ahogando”. Veinte segundos después, una linterna le encandiló el rostro.
-¿Oficial Rocóbac? -preguntó una voz.
-No -respondió Ramy.
-¿Y entonces quién?
-Röcobasch. Se pronuncia esdrújula y termina en ye. No sea cretino, me está quemando el ojo. ¿Se puede saber qué hago acá?
-Un momento -respondió la voz, buscando algo en su bolsillo-. Tome, alumbre con esto -repuso entregándole un llavero luminoso.
-¿Me va a decir qué mierda estoy haciendo acá?
-Lo tengo en el living, está tranquilo y resultó ser más amable de lo que esperaba.
-¿De qué habla?
-Usted acompáñeme.
El agente de la Regional bajó su linterna e iluminó una puerta. Ramy pudo vislumbrar la figura de aquel tipo: pequeño, ligeramente delgado y muy deforme. El extraño ser abrió la puerta y desapareció. Ramy lo siguió para no perderse.
Luego de caminar unos pocos pasos se encontraron en la sala de estar. Sobre una mesa, una vela casi derretida alumbraba lastimosamente, y, a su lado, un sahumerio con forma de rulo ofrecía una fragancia algo ridícula. Detrás de esta mesa, un hombre miraba el suelo y se retorcía los dedos de la mano.
-Allí está, él es -dijo la voz del extraño agente.
-¿Él es? ¿Quién es? ¡Explíquese, hombre!
-Dejaré que él mismo se explique. ¡Hable! -ordenó el pequeño al hombre que seguía mirando el suelo. Éste hizo una mueca apenas perceptible, eligió un tono de voz adecuado y comenzó a decir:
-Usted me sabrá comprender, Ramiro, no todo es tan simple como aparenta. Uno piensa algo e inmediatamente cree que puede transmitirlo, cree que unas pocas palabras bastan para plasmar una verdad, una certeza. No se equivoque, yo nunca dije nada de esto. Y no podré, nadie entenderá…
Veamos las cosas de otra manera. Piense lo siguiente. Piense que de veras estoy diciendo la verdad. Usted, que sabe que yo miento, piense que me esfuerzo por no hacerlo, y que cada palabra que le diga será una mentira cada vez más honesta, al punto que usted se confunda y crea entender. Pero le repito, no se equivoque, yo nunca dije nada. Y no podré, usted no entenderá…
Usted terminará interrogándome, y querrá que yo hable, que escupa todo de una vez. Usted pensará que ésa es la manera, que así debe ser, y que así todo se esclarecerá. Yo seguiré esperando, tranquilo. Me seguiré consumiendo a la par de este sahumerio. También la luz se consumirá, dirá adiós. Cuando la cera de la vela deje de ser sustento, será traición, ¿comprende?, estaremos a oscuras. Ya no sé si creerá entender tanto. Entonces, yo tal vez me sienta a gusto y le diga: lo hice porque ella me lo pidió. Usted quizás haga bien en juzgar la honestidad de esta mentira. Yo me sinceraré un poco. Le confesaré que simplemente tuve una sospecha tentadora. Que pensé que algo en ella me pedía que siga, que aquello era una sonrisa. Que pensaba que al estrangularla le hacía un favor.

sábado, 15 de diciembre de 2007

Ramy Röcobasch

*
El hombre desnucado y esparcido sobre la acera. Dos oficiales inspeccionando el cadáver, tres viejas cuchicheando, un viejo cumpliendo ninguna función y cuatro pibes que pasaron y se quedaron. Al tipo, se supone, lo mataron a la mañana. La escena del crimen resulta algo expuesta: hay sol y la gente circula bastante a estas horas. Sin embargo, nadie sabe nada ni dice nada. El oficial Ramy Röcobasch analiza minuciosamente el cuerpo en busca de indicios y sospechas. Luego mira a los presentes y comienza a interrogarlos:
-¡¡Ehh, ustedes, viejas!! Paren un poco el barullo. ¿Qué saben de este tipo?
Las viejas dudan un segundo. La del medio tiene aspecto de vieja que se hace la pelotuda porque sabe algo y las de al lado no parecen tener muchas ganas de hablar.
-¡¡Hablen!! ¡¡Hablen o me las llevo a todas en la patrulla!!
Las viejas empiezan a gritar como locas, todas juntas, y no se les entiende un carajo. Parece que lo conocen.
-Vive en la casa que esta acá atrás-dice una-. Es una pensión, yo soy la dueña –Ramy la mira, asiente con la cabeza y espera a que siga hablando-. No lo conozco mucho. El tipo hablaba poco y se había mudado hace sólo tres meses.
Insatisfecho, Ramy mira a las demás personas. -¿Alguien sabe algo más? –pregunta.
Nadie dice nada. El crimen no debió haber pasado hace más de una hora. El cadáver se encuentra aún tibio y la sangre dispersa sobre la vereda no se ha secado del todo. Son las dos y media de la tarde. En este preciso momento llega la ambulancia: 37 minutos de retraso. Antes de que los primeros enfermeros puedan llegar hasta al cuerpo, una de las viejas vocifera con voz de loro fatigado:
-Ni se esfuercen, muchachos, éste palmó hace más de media hora.
-Duro… parece embalsamado –dice otra, de mal gusto.
Ramy mira a las viejas, hace una mueca desagradable y luego explica la situación a los recién llegados. –Al parecer –dice el atento detective –este señor ha sido encontrado como está ahora, desplomado sobre el suelo. Aquella señora ordenó la ambulancia e informó a la comisaría. El hombre falleció previo a mi llegada, no hay nada que puedan hacer.
Los enfermeros intercambian un par de palabras más con el agente. Luego retornan a la ambulancia, hacen sonar la asquerosa y estridente sirena y desaparecen en fracción de segundos. Una de las viejas quiere rajarse a su casa.
-Bueno… si éste no amanece más, me parece que me voy a…
-Nadie se va a ninguna parte –ordena Ramy con una voz tan helada que el viejo percibe cómo se le erizan los pelitos de la nariz –Me veo en la obligación de investigar a cada uno de ustedes. El que intente darse a la fuga o se niegue a cooperar será declarado sospechoso y deberá acompañarme hasta la comisaría.
A la vieja más vieja de las tres viejas se le empieza a caer un hilo importante de baba mientras escucha apelotudada las palabras del oficial. Las otras dos tiemblan que parecen dos lavarropas vivientes. Los cuatro pibes desechan la idea de irse a jugar un dos por dos al baldío de la esquina. Al viejo todavía no se le entibia el vello nasal.
-Bueno, señoras, empiecen ustedes contándome qué hacían aquí cuando encontraron el cuerpo, dónde viven, a qué se dedican…ah, cierto que la señora me había dicho que el fiambre resultaba ser inquilino suyo. ¿Podría mostrarme la pensión y, si es posible, la habitación que ocupaba este hombre?
-Sin ningún problema –responde la vieja, fingiendo amabilidad –por aquí, por favor.
Como ya sabemos, a la altura de la acera en que dormita el ex-hombre se encuentra la pensión. Una escalera de alrededor de 15 escalones eleva la planta baja de la casa unos 3 metros y medio sobre el nivel de la calle. Luego la fachada da un aspecto de caserón antiquísimo pero bien mantenido. Un gato ronronea de un modo extraño desde el balcón del primer piso, mientras que del segundo penden dos macetas con forma de ñoquis. Antes de alcanzar la cerradura de la puerta, la vieja ruega que todos se limpien los zapatos en un felpudo horrendo de 40 x 20. Inmediatamente después, abre la puerta descubriendo un ambiente mezcla de geriátrico con prostíbulo, sin dudas una atmósfera muy particular. Cruza una especie de sala de estar y se mete en un pasillo bastante angosto en el cual se encuentran 3 de las 8 habitaciones del caserón. Los demás la siguen en silencio. La vieja para la marcha e informa:
-Allá, la puerta del fondo. En aquella habitación se alojaba desde el 3 de Agosto el señor Gutiérrez.
Ramy, sorprendido, dirige una mirada severa a la vieja y dice:
-¿Qué otros datos conoce acerca de Gutiérrez… ¿Gutiérrez cuánto?
-Ernesto Gutiérrez. Cuarenta y tres años, si no me equivoco. Soltero, mmm, pero creo que tenía una hija.
-Ajá… -murmura Ramy. Paralelamente piensa: “ésta se hacía la boluda y ahora empieza a desembuchar cosas, vieja chota”.
-Bueno –dice la vieja abriendo la puerta de la habitación –investigue tranquilo, si necesita algo, me avisa. Yo voy a preparar una tacita de café para cada uno de los presentes –concluye adoptando el papel de cordial y cínica anfitriona.
-Yo quiero un submarino –dice uno de los chicos. La vieja lo mira que se lo come a la parrilla, pero sin embargo responde:
-¡¡Cómo no, m’hijito!! En seguida preparo todo.

**

Trescientos treinta y tres segundos después, la vieja aparece con ocho cafés y un submarino. Todos los presentes están reunidos en la sala de estar sin saber demasiado bien qué es lo que hacen allí. El viejo saluda a la modorra, la ve venir, la deja hacer, la deja, la deja… uno, dos, tres, tres segundos y el viejo se durmió. Los cuatro chicos no pueden evitar emitir sus irritantes risitas y Ramy no se molesta en despertar al pobre anciano que bucea en un corral de burbujas. En ese momento, un señor de corbata abre la puerta de calle, mira a la tertulia reunida en la sala de estar, saluda desganadamente y desaparece a través de una de las puertas del angosto pasillo. A continuación, la patrona, es decir, la vieja de la pensión, se dirige al oficial:
-Y bien… ¿algún dato o indicio relevante?
-… -Ramy tarda en contestar, parece estar más ocupado en analizar el café. Revuelve una vez más el contenido del pocillo y lo deja sobre el ancho brazo de una silla. –Poco acerca de las razones de su trágico final –replica finalmente.
-¿Cree necesitar más de nuestra colaboración, señor? –añade otra de las viejas.
-Por el momento no. Pero debo tomar sus datos personales, casi me olvidaba.
Ramy saca una libreta del amplio bolsillo de su sobretodo y procede a registrar los nombres, direcciones y demás documentación de los civiles. Antes de retirarse, abre el corral del viejo aletargado y anota la información requerida.

***

Cuando las ocho personas y Ramy cruzan la puerta principal, inesperadamente, el gato del primer balcón se desprende y planea con torpeza. Luego, frustrado, cae de espaldas a tres metros del felpudo. Los cuatro chicos se precipitan a su encuentro, los demás, aún sorprendidos, tardan algunos segundos en reaccionar.
-Está…está…está… -tartamudea uno de los chiquillos, por tres veces más pálido que ante el cadáver de Gutiérrez.
-Dejáme verlo a mí –dice otro de los infantes agachándose. Saca una pequeña rama de su pantalón, la apunta al vientre obeso del gato, e instantes antes de picarlo… -Esperen, movió un ojo –añade. El gato, malherido, comienza a abrir muy lentamente ambos párpados. Mira a su alrededor y se queda boquiabierto sin entender mucho.
-Mirálo –murmura otro de los chicos –no se mueve, ¿qué le pasa que no se mueve?
-Se va a morir, tarado. ¿No te das cuenta?
-¿Qué decís? ¡Calláte! Vos siempre querés que salga todo mal, ¡calláte!
La vieja de la pensión tiene que intervenir para evitar la pelea:
-¡Chicos, chicos, no sean bobos! El gato está bien, no es la primera vez que le pasa. Después se recupera.
La vieja toma al grueso gato entre brazos. El gato chilla de un modo horrible, sufre horrores.
-Uh, esta vez le va a costar, me parece que se rompió una vértebra –anuncia mientras observa el rostro doliente del animal. Luego regresa a la casa, deja al gato inválido sobre un sofá y sale con dos baldes de agua.
Al volver la vista a la acera, Ramy nota que su compañero ya ha enviado el cadáver hasta la morgue y lo espera algo impaciente dentro de la patrulla.
-Bueno, aquí me despido… -comienza a pronunciar Ramy, pero se detiene. Algo le llama peculiarmente la atención. –Señora –se dirige nuevamente a la vieja anfitriona – qué extraño, baldear la vereda casi a la hora de la siesta…
La vieja lo mira y con aire de responsabilidad aclara:
-Yo suelo baldear y limpiar la casa todas las mañanas, pero el desinterés y la mugre de mis huéspedes me obliga a hacerlo dos y hasta tres veces por día cuando es necesario.
Ramy la mira con semblante poco amigable. Espera unos pocos segundos. La vieja vuelve a hablar:
-Hoy mismo baldeé toda la entrada apenas me levanté y mire ahora, ¿eh?, mire este chiquero.
-Suficiente por hoy –repone Ramy –Señora, ¿me recuerda su nombre?
-Cómo no. Edelmira Punfurri.
-Bueno, cerradas mis conclusiones, Edelmira Punfurri, es usted culpable de homicidio serial y va a tener que acompañarme.
-¡¡¡¡¿Qué?!!!! –grita la vieja con la voz más rasgada y desagradable que logra.
-No me obligue a utilizar la fuerza y la violencia verbal.
-Pero…pero…ahhhh…kldsjfowsdlkflsdlsdf…si yo no hice nada, ¡¡soy inocente, carajo!! ¡Ehh, ustedes, díganle, díganle! Ustedes me conocen bien, díganle que está muy equivocado –señala a las otras dos viejas que la miran y casi no la reconocen.
-Parece que sus amigas no la ayudan mucho. Métase dentro de la patrulla.
-De ninguna manera, no me meto en…
-¿A que no? Vení para acá.
La vieja se niega rotundamente a ingresar en la patrulla. Ramy agarra sus brazos de un tirón y se los une con un par de esposas.
-Ahora sólo le queda caminar. ¡¡Camine!!
-A mí nadie me…
-¡¡Cállese de una vez, vieja hinchapelotas!!
Ramy termina empujándola hasta el coche, donde tiene que hacer un esfuerzo importante para poder introducirla en el asiento trasero. Da la señal a su compañero e inmediatamente después se marchan dejando a los demás solos. La puerta de la pensión queda abierta. Ahora el señor de corbata sale por ella, pisa la vergüenza de felpudo, da algunos pasos más, resbala y baja la escalerilla de manera poco ortodoxa. El cuerpo esparcido sobre la acera, dos viejas cuchicheando, un viejo cumpliendo ninguna función y cuatro pibes que pasaron y se quedaron.
Uno de los chicos informa alegre:
-Yo me voy a ver cómo está el gato.

sábado, 8 de diciembre de 2007

Quiasmo que tengo

Cuando la vio pasar, sintió algo muy raro y poco cotidiano. Creo que nunca había visto una espalda tan linda. No podía parar de mirarla. Definitivamente era la espalda más linda que había visto en su vida. En realidad, todo era lindo: desde los hombros hasta los tobillos. Y principalmente aquella cinturita tan dulce que le daba ganas de pedirle permiso para enroscarla entre sus brazos. Se acercó hacia ella para apreciarla mejor:

-Che, sos una espalda re linda –le dijo.

La chica que habitaba detrás de esa espalda creyó escuchar una voz. Dudó. No sabía bien si le correspondía hacerse cargo de la lisonja. Al final se decidió a aceptarla.

-Gracias –respondió, algo insegura.

-No, a vos no, le hablo a la espalda –agregó la voz, y la chica no pudo evitar sonrojarse. La voz no lo notó, la chica estaba de espaldas. –Hace un rato te vi pasar y me pareciste preciosa. Me gustaría conocerte.

La chica sufría, confundida. No sabía si hablar en nombre de su espalda o, por el contrario, permanecer callada el tiempo que fuera necesario.

-Te parecés bastante a una espalda que conocí hace ya algún tiempo. No podría decidir cuál de las dos es la más hermosa, porque a la otra espalda ya no la veo más. Sin embargo, cuando te vi pasar hace un rato, juré que vos eras la más linda de todas.

La voz calló, como esperando una respuesta.

-Discúlpeme, quisiera hablarle en nombre de mi espalda –se animó luego la chica que se escondía detrás de semejante belleza.

-Mucho gusto, usted también debe ser re linda. Algún día podríamos salir a tomar algo, los tres juntos.

-¿Usted cree? Apenas nos conocemos.

-Parece como si nos conociéramos uno mejor que el otro, no lo niegue.

-Sospecho que su espalda también debe ser muy bonita.

-Me halaga que lo piense. Yo no podría asegurarlo, no tengo una relación muy cercana con ella. A decir verdad, casi nunca nos cruzamos.

-Podríamos salir los cuatros juntos, entonces, digo... a tomar algo.

-Sólo si antes me deja tomarla por la cintura.

-¿Habla conmigo o con mi espalda?

-Con ambas. Pero en especial con usted, ahora que sé que usted es ambas.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Un hombre peloso


Un hombre salió de su casa hecho una maraña. Su cara estaba cubierta de pelos, sus ojos no existían. De modo que cruzó la calle sin ojos y tropezó con el cordón de la vereda de enfrente. Un joven lo vio caer y no pudo evitar lanzar una carcajada, la cual retumbó tres cuadras a la redonda, espantando a las viejas que baldeaban la vereda. El hombre cubierto de pelos se incorporó y el que lo observaba le hizo saber:
-Señor, sus pelos cubren toda su cara, por eso usted no ve. Señor, su cabeza es casi un insulto y su rostro no es rostro.
Ante este comentario poco novedoso y humillante, el hombre peloso ni se inmutó. Siguió su cegada marcha hasta que se estrelló contra un auto. Así es, arrolló a un auto que estaba correctamente estacionado a un lado de la acera. Una mujer y una niña gimieron de risa y hasta sintieron pena por el peloso, quien, por supuesto, parecía disimular todos sus movimientos. Tres cuadras más tarde, un anciano algo molesto propuso: -Señor, córrase el cabello de la cara y así evitará embestir más peatones.
El señor que tenía pelos en vez de cara ignoró el humilde consejo del anciano y siguió caminando. Más tarde se cayó en un agujero del que nadie supo bien cómo salió. Lo único cierto es que diez segundos después de ser tragado por el mencionado agujero apareció doblemente desalineado sobre una vereda par, quinientos metros más adelante. Una vieja loca quiso entablar conversación con él, pero el hombre peloso se mantuvo discretamente mudo. Luego ingresó en un gran edificio y se metió pelosamente en el ascensor. No saludaba a nadie, ni siquiera a otro par de pelosos que aguardaban inertes, esperando dar con el vigésimo séptimo piso. Uno, más desorientado, siguió hasta la terraza y allí se quedó.
Mientras tanto, nuestra cabellera andante caminó por eternos pasillos, rebotando contra las paredes y aplastando cuanto pie se le cruzara. Recién una vez en su oficina, pudo notar que se había olvidado el rostro impregnado en la almohada de su cama.

martes, 27 de noviembre de 2007

Hoy se viene el mundo abajo

*

Salió de su casa pasada la medianoche. Cargaba una guitarra sobre su hombro derecho mientras se acercaba a la parada del colectivo que nunca pasaría. Cinco minutos fueron suficientes para confirmar la constante ineficiencia del pronóstico meteorológico. “Ligeramente nublado por la tarde… se esperan mejoras para las últimas horas del día, sin precipitaciones…” Temió por la salud de su guitarra. Sin dudas la humedad se haría un festín con la afinación de cada cuerda. No le preocupó demasiado. Su amigo diapasón le estiraba un cordial 440 cada vez que catástrofes similares acaecían. Se refugió debajo de un modesto toldito que asomaba desde la entrada de un hotel alojamiento. Hizo una seña al conserje, a quien ya conocía, para evitar asumir el compromiso de entrar a solas y empapado como estaba. El sujeto lo reconoció y asintió comprensivo, consciente de los churr… de los chubascos que cada vez eran más intensos. “Y las precipitaciones, no, claro, en el culo me las meto, hijos de puta.” No podía pensar en otra cosa que en la cara de seguridad con que un fulano de traje y corbata le había vendido la noche amable y serena que no fue. Desprovisto de paraguas, no se arriesgaba a arrimarse al cordón para ver si llegaba el colectivo correspondiente. Se le hacía tarde y lo sabía muy bien. La lluvia empezó a ofrecer un espectáculo poco cotidiano. Luego de precipitarse desde todas las direcciones posibles, merced a la quisquillosa voluntad del viento, atacó la seguridad que le ofrecía el humilde toldito. “¿Pero qué carajo?”, pensó. Eso ya no era lluvia. Un remolino incomprensible parecía formarse, potenciado gracias a la innumerable variedad de porquerías que iba arrastrando del suelo. Botellas de plástico, retazos de diarios, panfletos de cualquier tipo posible, bolsas del hiper, del super y del chinomercado, ramas incrustadas en estas bolsas, hojas que se desprendían de estas ramas; en fin, todo un gran quilombo de cosas que se abalanzaba en tropel contra la entrada del hotel alojamiento. “La gente es sucia”, pensó, “la puta gente es sucia”. Dejó de pensar y buscó refugio en el interior del telo.

**

-Qué churrascos- comentó Tommy, el conserje, mirando perplejo el temporal que empezaba a tomar forma.
-Disculpá- respondió nuestro personaje, agitado- es que es esto, esta cosa… no sé, lluvia, viento, hoy se viene el mundo abajo…
-Es probable- dijo Tommy -pero no te preocupes demasiado…
-Lo que pasa es que… yo no quería entrar… vos me entendés…
-Perfectamente… no te preocupes, te digo. Es por tu voz, ¿no es así?
-Sí, es por mi voz…
-Además, sabés que no hay ningún problema.
-Sí, pero…
-¿Pero qué?
-Nada… hoy se viene el mundo abajo.
-¿En dónde te toca?
-Diagonal Pueyrredón entre Rivadavia y Belgrano.
-Uh, te la encargo… ¿Cómo vas a hacer para llegar?
-¿Cómo hago para llegar? Ni idea…
-Mirá que hoy se viene el mundo abajo…
-Es verdad… hoy se viene el mundo abajo y yo sin poder llegar…
-A ver… mirá, parece que está parando…
-Amaga… ¿no? Pasajera nomás…
-Pasajera la guacha. Ahí tenés, esquivando charcos llegás…
-El bondi no va a pasar nunca…
-No, ya lo sabés.
-Mejor esquivo charcos. Decís que llego, ¿no?
-Llegás.

***

Diagonal Pueyrredón entre Rivadavia y Belgrano. Llegó. Una y cuarto pasada la medianoche, o algo así. Infinita cantidad de charcos esquivados. Otros tantos, imposibles de eludir, dejaron su rastro en medias, calzado, dobladillo del pantalón y demás. Una puerta semiabierta daba paso a algo así como un bar en decadencia, un antro que la gente de la ciudad ya no solía frecuentar, adonde sólo se dirigían aquellas personalidades extravagantes de las que oímos hablar pero casi nunca nos cruzamos. Tipos raros, de mente retorcida, inadaptados sociales o acaso excluidos, incomprendidos en su mayoría. Hogar predilecto para todos estos bichos, que, al verse perturbados por el medio, se reúnen para practicar toda clase de actividades y ritos misteriosos. O al menos eso es lo que él imaginó al contemplar aquella puerta. Por encima de ésta, una marquesina pasada de moda intentaba funcionar, amenazando caer y romperse en pedazos. La humedad que cargaba y los monstruos que esperaba encontrar allí dentro le impedían franquear la entrada del pequeño y anticuado bar. Respiró profundo y al exhalar se propuso eliminar todo pensamiento perturbador. Volvió a respirar, cerró los ojos y, tenso, atravesó el umbral. Al volver a abrirlos, dejó escapar el aire más relajado: “podría ser peor”, pensó.

****

Todo parecía casi normal. Unas cuantas mesas dispuestas en orden algo caótico llenaban el pequeño bar. Un señor con el cabello anacrónicamente engominado lo miraba desde la barra, algo desconcertado. Luego de haberse decidido a poner pies en el antro, nuestro querido personaje pensó que estaba obligado a hablar, a presentarse, a decir quién era y para qué se encontraba allí. El señor de la cabellera petrificada se le adelantó.
-Buenas noches- dijo, solemne – Lo están esperando a usté, ¿no es así?
-¿A mí?- desconfió nuestro amigo – Soy el…
-Sí, es usté. Vamos, hombre, lo están esperando hace rato.
Miró a su derecha y sólo pudo ver a un viejo degustando un Gancia, acompañado de unos tristes maníes. Seguramente no esperaba a nadie, por su aspecto característico de viejo que no espera a nadie, que está solo, que está dispuesto a hacer gala de su mal humor en caso de que se presente la oportunidad. O quizás no. Quizás es ese otro tipo de viejo, el que sabe que está esperando a alguien que ya no vuelve, el que nos genera ternura con sólo reconocer su gorra a cuadros, el que tiene guardadas infinitas anécdotas para compartir, el que le sonríe a la nostalgia, que es la única que lo ayuda a terminarse el Gancia y el maní.
Miró a su izquierda, no eran tantos los monstruos como la extraña neblina que surgía desde ese costado. Acaso estuvieran asando un cordero, acaso sólo la combustión de la hierba. Lo cierto es que aquel vaho poderoso le impedía estudiar las facciones de aquellas criaturas. Tuvo que apartar la vista y dirigirse a lo que suponía ser escenario o espacio destinado a la expresión artística del antro, en sus momentos de mayor auge. Apoyó la guitarra cuidadosamente sobre una silla, controló el estado y volumen del micrófono, “prob…ejem…probando, probando, sí…”, extrajo algunas partituras estrujadas de dentro de su campera y olvidó que no sabía leerlas. Algo mareado por ese humo que parecía habérsele pegado, sacó la guitarra de la funda, se sentó en el banquito y la posó sobre su muslo derecho. Notó con asombro que su fiel encordado había resistido bastante bien la humedad, al punto que ni siquiera precisó consultar a Señor Diapasón.

*****

El repertorio fue bastante ajustado. En realidad, no pudo evitar que su voz sí sufriera las consecuencias de la inesperada tormenta. No debieron haber sido más de 5 canciones. Hay que reconocer que, sin embargo, acertó unos cuantos tonos. Otros tantos estuvieron cerca, y el 440 le salió 404.
Anunció el fin del show y apurado empezó a guardar todo. Los monstruos ya no estaban y al parecer el horrible vaho se había ido con ellos. El viejo sí estaba; bostezando, lo miraba desde su mesita. Aún no había podido con el Gancia y mientras tanto parecía haber envejecido otro cachito. Comenzó a aplaudir con entusiasmo. Ni idea qué tipo de viejo era.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Pueblo congelado


El frío le hacía tiritar todos sus miembros mientras se acurrucaba sobre el costado izquierdo de su cama. El abrigo nunca era suficiente, la escasez lo obligaba a dejar la estufa apagada durante la noche y la perena ya no abrigaba como antaño. Se levantó gimiendo la angustia de un invierno tan sombrío y monótono. “Si tan sólo nevara”, pensó. El frío sería el mismo (o quizás peor), el hambre acaso doliera un poco más, y la nieve lo quemaría. Pero nada de eso le importaba. Una pequeña radiecito lo humillaba con sus comentarios: “hoy, día histórico para gran parte del país… nieva en Córdoba, nieva en Pergamino, nieva en Lomas de Zamora, nieva en todo Gran Buenos Aires, sí, sí, señores, nieva hasta en nuestro estudio, jojojo… nieva en su baño también, señora… guarda que tal vez le nieve en la cocina…”.
Una lágrima se asomó por entre sus párpados, siguió su recorrido a través de su mejilla derecha y poco tiempo después se detuvo. Inmóvil, había quedado petrificada por el clima gélido de la habitación. La temperatura seguía bajando en aquel recoveco del país, pueblo sin nombre, acaso único lugar en el mundo donde no nevaba. Los árboles se engripaban, las calles patinaban, congeladas, y los perros, los gatos y las ratas de plaza reemplazaban a las estatuas que nunca existieron.
Hizo un intento por no desesperar y se abalanzó sobre su humilde ropero. Una idea comenzaba a colarse entre tanta angustia, idea que aún no lograba captar con claridad pero que de seguro le ofrecería el amparo que tanto precisaba. La radiecito seguía vociferando: “…89 años sin nieve en nuestra Buenos Aires… ¡¡¡89 años!!!”. Sin embargo, aquellos comentarios jocosos ya no lo deprimían, al contrario, lo alentaban a emprender aquel indicio de salvación, aquella idea iluminadora.
Salió del ropero irreconocible. Sólo unos pocos cabellos quedaban al descubierto, prontos a escarcharse. El resto se ocultaba bajo un disfraz de harapos innumerables. Cinco pulóveres apolillados lo cubrían en última instancia, seguidos de tres camisas, dos poleras, piyama y quién sabe qué más. Bufandas se enroscaban en su cuello y subían hasta su nariz, gorros le achicaban el cerebro y lo hacían sudar, cuatro pares de jeans resguardaban sus piernas y, para rematar, tres pantuflas le abrigaban los dedos de los pies (tardó tiempo considerable en decidir en cuál ubicaba la tercera). Así vestido, salió a la calle sin saber qué hacer ni adónde dirigirse. Simplemente vagó, con el presentimiento de que allí, pueblo congelado, no nevaría nunca.

jueves, 22 de noviembre de 2007

La noche en tus ojos


Parece que un suave y enorme esfumino
Del curvo horizonte borrara el confín.
(Rubén Darío)


-Vení, acercáte hasta acá, así lo podés ver…
-¿Dónde, dónde?
-Mirá, justo acá, te torcés un poquito y lo ves bien…
-Sí, sí, ahí está…
La noche estaba totalmente despejada y se te pegaba en los ojos como algo que lo abarca todo. Aun cuando los cerrabas o creías desviar la vista hacia el costado seguías teniendo la noche pegada en los ojos, el cielo granizado que se te estampaba, quieras o no. Sentimos que al acostarnos sobre la arena no nos quedaría más por hacer. Miraríamos ese cielo y esas estrellas que lo eran todo, y el mar sólo podría darnos la razón. Seríamos, de ahora en adelante, más inmortales que nunca. Pero estos momentos de gloria siempre duraban muy poco. En seguida venía una nube puta y a la mierda con todo.
Pero de ese día no me olvido más. El horizonte imperceptible se debatía con la cercanía del cielo, que parecía que lo terminaba aplastando para tragarse el océano. Y entonces me acuerdo que bien desde allá, quién sabe cuán lejos, se empieza a divisar una luz. Parecía un faro que se clavaba en medio del mar. La luz estaba inquieta, cambiaba de dirección, tintineaba, hasta que llegó a cambiar de color. Nos levantamos, quitándonos la arena que se nos metía en el culo, abrimos bien los ojos y adoptamos una postura estrictamente contemplativa. El suceso requería su debida concentración. En seguida, el cúmulo de estrellas inagotable que pendía de nuestras cabezas pasó a un segundo plano. Ahora toda la atención se dirigía a eso. Al barco. Al faro. A eso que no se terminaba de explicar, esas luces que deliraban sin sentido. De amarillo a verde, decían, de verde a amarillo otra vez para después cambiar a rojo y volver sin falta al amarillo que se intensificaba. Largo rato estuvimos meditando acerca de la naturaleza de _eso_ que no se dejaba encuadrar en nada que hayamos visto antes ni que podamos reconocer. El asunto nos empezó a hacer bostezar. Entonces volvimos a casa. Nuestra cabaña se instalaba en un médano elevado unos 20 metros sobre el mar. Era peculiar la vista que ofrecía nuestra casita. Detrás de ella, una especie de bosquecillo se abría paso entre el paisaje playístico y parecía hundirse en la arena. Por lo demás, no había nada. Volvimos hasta la entrada del médano, guiados por el fragmento de luna que se aparecía de vez en cuando. Reconocimos el olor a verano los dos al mismo tiempo: justo un paso y medio antes de alcanzar la puerta y el felpudo que improvisamos con un cacho de gato atropellado. El detalle, para algunos morboso, cobraba un significado honorable en nosotros, tanto que casi místico. Entramos y la oscuridad no nos sorprendió, porque siempre estaba oscuro ahí dentro. Una choza erigida en una montaña de arena, aislada, cubierta de penumbras la mayoría de las veces. ¿Y el último fósforo? Lo usé para prender el sahumerio que sigue consumiéndose frente al espejo. Ahí, tan cerca tuyo.
La noche seguiría oscura, los reflejos, inútiles, no llegarían ni a ser reflejos, y el sahumerio que me hace acordar tanto al olor de tu pelo. Después me decís tranquila:
-Qué gato pelotudo.