lunes, 7 de septiembre de 2009

Intervalo

Él se quedó ciego. Ya no puede ver aquello que se encuentra fuera de su óptica. No puede y, acaso por decisión propia, ha decidido arrancarse una cara. Eso ha decidido y en eso está: intentando. Si el mero hecho de decidir implicara la feliz realización de lo que se desea, él sería feliz, el mundo sería otro y ninguno de nosotros estaría condenado a observar la rotundidad de nuestros fracasos. Pero la realidad es diferente: no basta con decidir algo, con sólo desearlo. Ojalá yo pudiera afrontar cualquier situación sabiendo que el riesgo no existe, que todo va a ser como yo ya lo decidí, que el pánico cotidiano carece de sentido.
Él entonces decide arrancarse una cara, con los ojos incluídos. Al momento de hacerlo sospecha que quizás sea demasiado débil para salir airoso de semejante tarea. Recordemos que uno no se quita la cara todos los días. Uno se quita una cara en un momento determinado, bajo la dudosa convicción de que es lo mejor que puede hacer, que es lo conveniente, lo indicado, la receta más apropiada.
Ya que en estos tiempos el hábito del sueño no resulta siempre un placer, ha pasado días enteros con sus noches intentando arrancarse esa cara. Empezó un día de lluvia quizás. Juntó sus manos en la nuca y comenzó a tirar del cuero cabelludo. Al principio algo inseguro, luego tomó confianza al ver que el cabello cedía y se desprendía con facilidad, incluso sin dolor, casi como sacarse una peluca. El problema llegó a la altura de los ojos. El desprendimiento de cara parecía haberse complicado en esa zona. Tiró con más fuerza. Sintió algo de dolor. Volvió a tirar más decidido. La sensación fue espantosa, indescriptible. Aterrado, se retractó y continuó el proceso de manera inversa, hasta volver a insertarse el más mínimo pelo por debajo de la nuca. Sin embargo, no todo es gratis en la vida. Cuando quiso volver a abrir los ojos, notó que aquel inútil forcejeo
con que había empezado a desprender su cara días antes había tenido consecuencias inesperadas. La visión se le había perturbado. No se reconocía. No reconocía ni sus manos, ni sus piernas, nada. Se acercó a un espejo y en lugar de su reflejo obtuvo un placard. Desde luego no se trataba de un espejo, pero él no lo supo, ya no sabía ver.

Los primeros meses fueron caóticos, hasta que por fin se acostumbró. Creía ver platos de fideos donde no había más que papel higiénico, orinaba dentro de la heladera, se bañaba con ayuda de ron y dormitaba sobre las ornallas, a fuego lento.
En cuanto fue más o menos consciente de que sus sentidos estaban algo trastocados, decidió no moverse más. Si bien no notaba la diferencia entre mordisquear un bombón o saborear una esponja, la sospecha de que algo andaba mal pronto se le hizo evidente.
Se quedó quieto en un rinconcito de su habitación (dio la casualidad de que en ese rincón se encontraba su cama) y empezó a mirar diferente. Notó que no era necesario moverse y que lo que necesitaba lo podía obtener con solo verlo. Pero claro que para eso no le servían aquellos ojos ridículos. Dio en la solución al cerrarlos.
No entendía qué le pasaba pero al menos creía que ahora sus sensaciones eran reales.
Imaginó una cama y de inmediato sintió la comodidad del colchón y la suavidad de las sábanas.
Sintió hambre y se figuró unas vainillas con una leche, y con sólo pensarlas las vio y se las devoró.
Más tarde pensó en un buen libro y vio las líneas de sus páginas más memorables deslizarse alrededor de sí. Las siguió con su nueva vista, entusiasmado. Después de varios párrafos un par de oraciones traicioneras le trajeron recuerdos azules y se chocó con la tristeza. Moqueó un poco y de repente la tristeza se le hizo una lágrima gigante cayendo por su mejilla. Se taparon con las sábanas e hicieron el amor durante algunas horas. Después desapareció y lo dejó dormir tranquilo.

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