lunes, 11 de febrero de 2008

Más despeinado que de costumbre

Cayó sobre un charco, más despeinado que de costumbre. Quiso pedir ayuda a alguien, agitó un poco las manos. Quince segundos después se detuvo. Las nubes formaban figuras interesantes, eso ayudaría a matar el tiempo. Vio su bastón acostado en mitad de la calle de ripio, casi a un metro de distancia, y pensó que no era tan grave, que ni siquiera tenía raspados codos o rodillas, que por suerte había caído de espaldas y podía mirar las nubes. Hizo un esfuerzo sobrehumano por quitar la cabeza del charco en cuanto notó que comenzaba a lloviznar.

Comenzaba a lloviznar en ese pueblo que ya nadie visitaba. En ese pueblo se conocían todos, a esa hora casi todos dormían la siesta. Un auto que se paseara por las calles de ese pueblo sería auto de ciudad, o de pueblo ajeno. En ese pueblo nadie tenía auto. Los pocos habitantes que había en ese pueblo cada domingo se congregaban en tertulia para despedir la semana menos solos. Por lo general se reunían en lo de Don Pancho. Él hacía las mejores tortas fritas y el té lo servía bien dulce y con una gotita de limón. Ese día, por cierto, no era domingo, era jueves.

Era jueves y aún lloviznaba cuando Pepe interrumpió su siesta. La interrumpió para juntarse a tomar café con una muchacha; si no era por eso, seguiría torrando. Misteriosamente, fue al baño pero no se acomodó el pelo con la mano. Usó un peine verde que hacía cinco años se escondía detrás del espejo y aplicó suficiente gomina. Algo extraño pasaba. Seguro era ese pueblo que le imponía un ascetismo que ya no estaba dispuesto a sobrellevar. Vio el reloj nuevo al salir del baño, sobre su escritorio. Una pulserita lastimosa rodeaba su muñeca izquierda, toda deshilachada. No había lugar para ambas cosas, pensó. La pulserita era multicolor, viejota y deshilachada. La arrancó de un tirón y ajustó el reloj nuevo, de malla negra y agujas doradas. Salió a la calle emparagüado y miró el cielo.

Miró el cielo desde la ventana anhelando que el clima le fuera propicio al menos jueves por medio. Era el único día que no transmitían el radioteatro vaya uno a saber por qué y el estar atrapada ahí adentro le comía un poco el coco. Además, Pancho hacía casi una hora había salido y quién sabe dónde estaba. Si al menos la desafiaba a una escoba, un chinchón o un truquito, las cosas eran diferentes. En realidad, a un truco no, porque Pancho era un sátrapa de aquéllos y ella no podía mentirle ni a los testigos de Jehová. Se decidió por un tecito dulce con limón y después se recostó relajada sobre el colchón de dos plazas.

El colchón de dos plazas que había en lo de la abuela era lo más, no me acostumbro a este catre que encima hace un ruido terrible y no me deja pegar un ojo. Pero no me puedo quejar, la casita está preciosa y el pueblo es una paz. Encima los vecinos me dijeron que el domingo se reunían, que estaba invitada a no sé dónde. Ya veo que ahora me voy a encontrar con este tipo y me deja plantada, y yo qué sé cómo son los hombres acá, parecía macanudísimo, pero nunca se sabe. Justo antes de entrar al barcito este, me encontré con un vecino. Un viejito de lo más amoroso, no sabés, y toda la paciencia el pobre. Lo ayudé a levantarse porque estaba todo desparramado por la calle, hacía casi una hora que estaba ahí, caído y empapado. Él me re agradeció. Me dijo que se le había zafado el bastón, que al perder el equilibrio de espaldas cayó sobre un charco.

2 comentarios:

P dijo...

Está buena la naturaleza cíclica del cuento.

AB dijo...

Que bueno!
Lluvioso, micro y... algo más, no me sale la palabra.

Saludos sin paraguas.